El coronel (1955) /Parte I


Cuento de Ricardo Garibay



Mi abuelo, hombre de largas barbas y que sabía tantísimas cosas, murió en Tacubaya. Entonces su familia ya no estaba completa: los hijos apasionados se le fueron muriendo porque les dio la gana. Sesenta y sie­te años antes había nacido en Autlán, de ascendencia acomodada y campesina que le metió el gusto por la tie­rra y lo mandó al seminario. Iba y venía; así aprendió desde pequeño lo bueno del viajar, y a vivir entre el re­poso y la violencia de los viajes.
Sólo la muerte logró sujetarlo y no muy frente a fren­te. Una tarde se sintió cansado: eso fue el comienzo. Su cuerpo empezó a deslizarse por una vida calmosa; los hijos mayores sostuvieron la casa. Permanecía en el co­rredor, sentado en el sillón en que ahora yo me siento a escribir, ora tomando el sol, ora leyendo, ora esperan­do; fijaba sus ojos en alguna planta, cruzaba los brazos sobre el pecho y repasaba recuerdos. La melancolía y la enfermedad lo consumieron pronto.
A Tacubaya llegó porque siendo él autoridad en Tecamachalco la víspera de la Revolución, cuatro hombres borrachos armaron un escándalo en la plaza: rayando los caballos gritaban vivas a Madero. Mandó aprehenderlos, les puso una multa de dos pesos y los echó a la sierra. Pero el gobernador lo acusó de connivencia, habló de disolución social y de fusilamientos y ordenó su baja. El último año lo pasó en la ciudad y en gran pobreza. Al­guien que lo hubiera visto entonces no creería lo que de él puede contarse. Se tronchó su vigor súbitamente; la muerte se le vino encima con saña envidiosa; le trajo un terrible cansancio y una amargura que le comía las pala­bras; le hinchó la piel, le dio quejumbre y lágrimas y lo mató.
Le gustaba reír con fuerza, abriendo mucho la boca; igual que mi padre, y tanto, que lo confundieron con el suyo cuando alguna vez en la tienda de un pueblo, feste­jando una broma rio, y entró una mujer gozosa:
-¡ Ah el coronel Garibay, ya lo oí, ya lo oí!
Pero viendo que no era, se puso triste y a preguntar por él.
-Vea lo que son las cosas -decía-, tanto que le gustaba la música, y a usted que no le gusta -porque ella era pianista.
Tuvo once hijos: dos mujeres y nueve hombres. De las mujeres la mayor era hermosa y débil, casó con uno que después fue rico y antes viudo, así ella no miró hijos grandes ni disfrutó riquezas; la menor arrastra todavía sus pasitos picudos y su larga nariz, sus ojos, negros y pequeños como arañitas a punto de saltar, sus priva­ciones y su caudal de díceres; su mundo calcinado la ha nutrido de rencorosa fortaleza y de plañidos que no toleran consuelo. Entre los varones las cosas fueron dis­tintas: algunos no quisieron sufrir y los sobrevivientes se encargaron de hacerlo: el carpintero, el pintor, Rober­to y mi padre; la ráfaga muerte de aquellos y los años de estos otros me han dado qué aprender.
Se comía en la cocina, junto a braseros y comales, entre un ir y venir de viandas, mujeres y cuchicheos. Só­lo la voz del abuelo y la de su esposa podían levantarse sobre el palmoteo de las tortilleras; pero eran muchos los hijos, y el alboroto estaba siempre a punto de soltar­se, y él usaba un gran carrizo contra las majaderías de los más remotos, y las manos contra las de los más pró­ximos; también usaba su voz y sus miradas. La mesa nunca llegó a ser un verdadero zafarrancho.
Quienes lo vieron crecer en Autlán opinaban que te­nía buena cabeza y que sería más que un campesino. An­dando el tiempo él lo demostró; pero también demostró que venía de campesinos.
Salía del pueblo a estudiar y regresaba de vacaciones, y volvía a salir y regresaba. En una de éstas los bandi­dos asaltaron la diligencia. Dentro de las botas, que estrenaba, su madre le había escondido una onza de oro. Le quitaron su equipaje, le pegaron porque lloraba y aca­baron fijándose en las botas. Al zafárselas cayó la onza de oro. "¡Ah el sinvergüenza, miren dónde la traía escondida!" -y lo dejaron pobre y sobándose los car­denales-. El cochero quería que regresara con unos arrieros; pero él se empeñó en seguir como todos, ya sin peligro de ser robados. Llegó a la escuela medio desnu­do y silencioso. Vino contándolo cuando era mayor, con mucha risa y asombro de aquel rubor que le daba porque en su casa conocieran la anécdota.
Sabía latín y francés y sabía mandar soldados.
Muy joven entró al colegio militar y era capitán cuan­do el Sitio de Querétaro. Con lo que allí pasó compuso un libro y un enjambre de pequeñas historias que las gen­tes le fueron pidiendo. Él, de viejo, leyendo la versión oficial, corregía burlonamente: "No, no fue así (pegaba la lengua al paladar separándola con un ligero chasquido y movía la cabeza: '¡Estos partidos...!'), porque fulano dijo..." Y mi padre me contaba que le contaba:
-La noche anterior al día del asalto, se mandaron afilar los sables; chillaban de filo y relampagueban los sables en medio del trajín. -Y me imagino la noche cortada por mil reflejos.
Querétaro le sirvió más tarde: yendo en el tren de un pueblo a otro tuvo hambre y nada qué comer, y dos vie­jas le hicieron plática y él abusó de aquella su memoria y de su encanto contándoles, y las viejas hacían mil re­milgos y suspiraban: "¡Ah, perteneció usted al ejército decente!" -y lo convidaron y lo ayudaron a llevar el viaje.
Muchas simpatías y buenos tratos ganó mi abuelo con su palabra. Discurría, según me imagino, como lo hace mi padre; aunque tal vez mejor porque tenía letras y porque siendo mi padre un señor, el suyo lo era en mayor medida; le ayudaba su tiempo y sus increíbles ojos de brujo o de rey moro, y sus latines, sus barbas, sus vigilantes soldados. Esperando el cometa de Haley, pasó una noche en la huerta contando sus andanzas, y los hijos se olvidaron de dormir escuchándolo. Cada media hora mandaba a alguno a ver, se removían todos, salía ese disparado, escudriñaba el cielo y regresaba gozoso: "No hay nada, es muy temprano". Al principio la madre se opuso; pero acabó llevándoles café caliente y cobijas y apretando más la rueda.
No vivió sin criados ni peligros, pero hizo la herman­dad y la paz por donde anduvo.
Su oficio lo sacaba de las aldeas y lo metía en las al­deas, le daba amigos y se los quitaba, le hacía ver los paisajes de su país y los hombres y los quehaceres, y ma­nantiales perdidos y caminos sin fin. Su mirada se hizo de esto dulce y dura, su voz, extensa y apretada, su ade­mán, tranquilo e iracundo. Se fue tostando su piel por el sol y el aire de todos los lugares, se fue animando su ser y acrecentándose.
Era coronel y era valiente. Y era tan valiente que se bañaba tarareando canciones cuando en Jacala lo ataca­ban los serranos. El gobierno expropió los terrenos de la sierra. El pueblo empezó a temer y a emigrar; pronto hubo sólo unos cuantos; los comercios, cerrados; las ca­lles, quietas. Los soldados huían de noche. Por las afueras merodeaban indios solos algunas tardes. "Van a venir" -decían los que quedaban. El abuelo mandó a su hijo mayor a la casa de un vecino y se encerró en el edificio del gobierno con veinte o treinta -entre soldados y ci­viles-, armas, parque, medicinas y alimentos. Desde las azoteas, tumbados boca abajo, los centinelas sor­prendían carreteras de puntos allá lejos, o el humo de al­gún fusil que disparaba, o el trote que bajaba hasta el pueblo y esperaba la oscuridad para asomarse a todas las ventanas. Veían pasar al hombre debajo de ellos, pe­gado a la pared y corriendo silenciosamente, o lo veían aguantar la lluvia de toda la noche mirando a donde estaban. En las mañanas cruzaban los arrieros volvién­dose hacia las puertas cerradas. Así varios días con sus noches, hasta que en una recibieron recado: "Para el al­ba. Por el lado de arriba. Van todos". Dicen que no durmieron, pegados a los pretiles de la azotea, y que el Coronel, con su luz encendida, estuvo leyendo hasta muy tarde; que al fin en la madrugada empezó la cosa, pero de muy lejos; y fue clareando el día y no veían nada, y que a eso de las seis, ya el sol calentando, se dieron cuenta: bajaban por el cerro como hormigas, co­mo si se desgranara el cerro, todavía muy chiquitos cuando fueron al Jefe y lo despertaron y aquél empezó con sus costumbres y los soldados urgiéndolo mientras se bañaba; bajaban gritando, subían gritando, bajaban a golpear la puerta. "¡Jefe, ya vienen!", y él se rasuraba; por la ventana blanqueaba la sierra, y él se enjugaba pa­cientemente con la toalla; que subió con los otros y se tirotearon siete días y siete noches sin dormir, sin aban­donar los puestos y dándose ánimo con injurias y gritos roncos; y que tuvieron a raya a los serranos hasta que llegaron federales a perseguirlos.
El Coronel fusiló a mucha gente, y en Jacala lo odia­ron. Fue trasladado, pero años después, ya nacido mi pa­dre -que lo vio-, hubo de regresar, y era la muerte segura. Iba a caballo por el monte una tarde acompaña­do de algunos, cuando al llegar a un claro un ranchero que labraba se le quedó mirando: paró la yunta, sacó su pañuelo para limpiarse la fatiga, dio vuelta haciéndo­se sombra con un brazo, abriendo las piernas y palpán­dose con la otra mano la cintura. "Si lo ven, se avisan y usted no sale de allá" -le habían dicho a mi abuelo. El hombre fue acercándose. El Coronel iba al paso y apretó la rienda de modo que el caballo, más que caminar, se balanceaba adelantando apenas. Clavó sus duros ojos en el que se cerraba. Ya a unos cuantos metros. Los que venían detrás se pusieron tiesos y regaban la vista bus­cando, tiraban de las riendas, y el estrépito de bestias contenidas llenaba el paraje. La cara del Coronel era de piedra, y sólo sus ojos, allá en el fondo, chispeaban.
-Qué ¿no es usté el coronel Garibay?
De altanero, el hombre se hizo diminuto sobre los surcos; se suavizó su mirada; se iban colgando sus la­bios.
-Caray -dijo-, qué tompiates tiene usté -porque creían que nunca regresaría.Un jornalero, porque lo agraviaron, tuvo que ver con el dueño del rancho donde trabajaba. Se cruzaron pala­bras. El dueño se fue a su casa y el peón se fue a espe­rarlo. Con paciencia logró hallarlo solo y allí lo apuñaló. Fueron corriendo al Jefe. Salieron todos, aprehendieron al ruin, y armando una camilla echaron hacia el pueblo vecino con el herido, a ver un médico. Muchos los acom­pañaron hasta la salida. Después siguieron solos: mi abuelo adelante, dos soldados atrás, y enmedio cuatro hombres cargando el toldo; uno de ellos era el heridor. Caminaban. Iban por la margen de un rio bordeado de interminable hilera de eucaliptos. Rumoreaban las fron­das; el agua chapaleaba apenas contra las piedras del rio. Llegaban ruidos de labranza, voces de animales. Se topaban con alguna lavandera -anudada su trenza hú­meda sobre la nuca, enrollado el vestido hasta los mus­los- que se azoraba viendo la carga y: "Vayan con Dios..." -decía, para volver al sube-y-baja de su ta­rea-; y con algún arriero que se paraba descubriéndose mientras pasaban: "Vaya con Dios l’amo..." A ratos se juntaba la orilla con el bosque y habían de seguir por las veredas largo trecho. Descendían. Se despejaba el paisa­je en algún valle: tierras surcadas, tierras de tiernas matas, tierras de humedad, de sol, de dueño agonizante. Volvía a incrustarse la margen entre sembradíos; se ten­día bajo los eucaliptos largamente.

(Continuará)

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